miércoles, 20 de febrero de 2013

Asturias primigenia

Un fin de semana del pasado noviembre tuve la buena idea de darme un paseo por el suroccidente Asturiano, una de las zonas más salvajes y primigenias de la península Ibérica y quizá también de Europa occidental. Cuando digo primigenia quiero decir que apenas ha sido modificada por la mano del hombre y que se mantiene prácticamente igual a como debía de estar hace 8.000 o 9.000 años, justo tras la última glaciación, cuando el clima ya era templado y el hombre apenas había dejado aún su huella en el paisaje.
El lugar que tuve la suerte de visitar es el bosque de Monasterio de Hermo, un inmenso hayedo de más de 1.500 hectáreas que constituye una extensión del Bosque de Muniellos, formando en su conjunto una auténtica selva de más de 5.000 hectáreas de bosque caducifolio. El haya es el árbol mayoritario en este bosque, constituyendo uno de los mayores hayedos de la Península Ibérica y de Europa. En otoño, las hayas, robles y resto de los árboles exhiben toda una variedad de colores que van desde los ocres dorados hasta los sienas rojizos, pasando por toda la gama de amarillos y marrones. Una auténtica delicia para la vista.
Oso pardo (Ursus arctos)
Foto: Diego J. Álvarez Lao
La vida animal en el bosque también se encuentra perfectamente preservada. Todo el camino me acompañó una gran cantidad de aves, como carboneros garrapinos, carboneros comunes, herrerillos, arrendajos, camachuelos, pinzones, etc.; que alegraron la vista y el oído. Un lugareño me explicó que los urogallos aún son frecuentes por la zona, aunque no tuve la suerte de cruzarme con ninguno. Respecto a los mamíferos, el repertorio fue no menos numeroso: pequeños mamíferos como ardillas aparecían como duendecillos por entre las ramas de los árboles, portando sus peludas colas que abultan casi tanto como sus cuerpos. Los corzos hacían presencia regularmente, cruzándose por el camino y mostrando sus blancos y llamativos traseros. Lucían su tupido pelaje invernal y los machos ya habían perdido las astas. A lo largo del camino me encontré también las huellas de otros mamíferos que pasaron por allí: pisadas de jabalí, excrementos de zorros, lobos y un gran excremento de oso, inconfundible por su tamaño y por su contenido (exclusivamente restos de hayucos).
Pero el plato fuerte del día aún estaba por llegar: en un punto del camino, apenas a unos 30 - 40 metros de mí, apareció el inmenso cuerpo de un oso comiendo tranquilamente los hayucos del suelo. Tras él, pude ver un osezno de tamaño mediano, dejando claro que se trataba de una hembra con su cría, ya crecida. Esto hacía la situación claramente peligrosa, ya que las madres con oseznos son muy protectoras y pueden ser agresivas. No me hubiera gustado vérmelas con semejante animal que, a estas alturas del otoño y con su cuerpo bien alimentado, bien podría pesar más de 150 kilos. Su pelaje era espeso, largo, de un tono castaño oscuro. En un momento dado, la madre paró de comer y fijó su vista en mí, con aparente tranquilidad. Me observó durante unos segundos (que se me hicieron eternos) y decidió que era mejor cambiar de emplazamiento por lo que, tranquilamente, se dio la vuelta y se adentró con su osezno en lo más profundo del bosque. Fueron apenas un par de minutos en los que sentí el verdadero palpitar de la naturaleza más agreste que aún sobrevive en nuestras tierras. Un par de minutos en los que me trasladé directamente a la prehistoria, a los tiempos en los que el impacto del hombre aún no había hecho mella en los ecosistemas naturales. Un par de minutos en los que pude apreciar que la naturaleza primigenia todavía sobrevive en algunos rincones apartados de nuestra geografía.

1 comentario:

  1. Que momento más emotivo y espeluznante y qué pocos habran podido presenciar el oso en su hábitat natural en la península. Enhorabuena,

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